lunes, 11 de agosto de 2008

I

Mi tierra, es una mujer de ojos profundos de obsidiana,
rescatada a diario de la histeria y el dolor.

Es un hermoso manantial de representaciones,
un monstruo domesticado por el tiempo,
un volcán con sueños delirantes y puntuales.

Mi tierra, no tiene principio ni fin,
empieza en todas partes y en todas partes termina;
es una mujer, un ciclo sostenido, un abismo de silencios;
una multitud de manos, de ojos agrietados y luminosos,
de cuerpos rasgados por el polvo;

es una mujer de mil úteros
y sus hijos son los hijos del canto y el dolor,
hijos de la soledad y el abrazo,
hijos del odio, de la sangre derramada, del fuego, del viento, del espanto.

De mi tierra todos nacemos un poco dormidos, un poco cansados,
aporreados por los años y la historia,
insolentes, incrédulos, como habitantes de las cavernas que se resisten a salir.

Mi tierra es de soles y edades (soledades), de magueyes con espinas de carne,
de fantasmas del pasado recorriendo sendas amarillas, antiguas desesperaciones;
de lagunas maternales, bosques del misterio,
costas de la desesperación;
de galeones inmensos y crujientes saliendo eternamente de la boca del Atlántico,
de la herida del Pacífico, del aire doloroso del Ártico, cargado de demonios bellos y sonrientes.

El cielo de mi tierra esta lleno de voces y de lágrimas, de difuntos irredentos,
de sueños mal cocinados en el horno del hambre;
lleno de promesas con las alas rotas, de ilusiones desolladas,
de esperanzas violadas en el callejón de la noche.

Yo tengo uno de sus nombres.
Soy una pieza en el conjunto, diminuta, inmensa.
Una pequeña pieza que guarda océanos y montañas, pesadillas y desolaciones,
un reducto apenas, de orfandades, de pérdidas, de encuentros.
Una reminiscencia de aromas, colores, pieles de texturas inéditas,
un vago recuerdo de cuerpos desnudos a la sombra, de manzanas mordidas en secreto,
de invidencias voluntarias, complicidades de la discreción.

Esta mujer no usa palabras, sino colores;
no usa argumentos, sino tormentas;
prefiere decirse en todo lo que es, desde lo más sencillo:
la visión de una liebre huyendo en el monte,
un venado pastando cerca de la autopista,
un canario convertido en barrote, en candado;
un hombre en llamas pregonando el diluvio,
mujeres marchando en las avenidas del olvido inmediato.
Jóvenes furiosos, armados de navajas y jeringas, de hermosas insolencias,
de mutismos y animadversiones, jóvenes sin nombre, sin rostro, apilados tras un discurso múltiple, tras una lectura infinita, una significación abismal.


II

Ni la frialdad del mármol, ni la sed del desierto, ni la voz de los pájaros que trazan despedidas entre tus piernas, ni los sueños desplomados a la vera del camino, ni los fantasmas resurgidos de la tierra, ni el aguardiente de la muerte que reposa en tus ojos, ni tus hijos desgajados por una lepra milenaria, ni el orgullo y el desdén de los volcanes, la irreverencia de los ríos, la intrincada cabellara de la selva, ni la altiva hendidura de tu vientre mineral, los precipicios de tu canto, los abismos de tu amor; ni los susurros perdidos en la fría noche de la ciudad, inconsolables murmullos, ni las bestias que gruñen tus palabras en tristes madrigueras urbanas, los niños despojados de la risa, del futuro, las niñas arrancadas del árbol por la violenta mano de la miseria, de la pobreza. Nada, nada alcanza a llenar de significados tu nombre, mujer.


III

Tu nombre es todo. Es una multitud de rostros, de tonalidades distintas, una sinfonía caótica en la penumbra. Tu nombre rompe todas las convenciones, distiende todos los sentidos posibles, habla con todas las voces del naufragio. Tu nombre, mujer, me contiene a mi y a todos los que esperamos en esta desolación de tu nombre. Es el nombre de la incertidumbre, cualquiera perece con tan sólo nombrarlo, pero nombrarlo con todas su letras, con todas su desolaciones, con todas sus tristezas y sus hambres; tu nombre es de siglos y polvo, proviene de todos lados, contiene todas las batallas, todas la fiestas, todas las divinidades, tu nombre nunca es uno, sino multitud, somos todos los que nos replegamos bajo él, los que huimos de él, los que lloramos a lagrima encendida la pérdida y el odio, los que celebramos el nacimiento y la muerte como un mismo milagro (pero no la muerte con mano negra, porque esa, la manipulada por la estupidez, no se celebra). Somos todos tu nombre.


IV

Hay tragedias en tu nombre, mujer, hay cadáveres insepultos, sin respuestas, hay alaridos en los matorrales, gritos en las banquetas, profanaciones en la soledad, pero también hay flores de agua y aves de plumaje áureo, hay cielo para todos, cielo limpio y desnudo como un venado, y no, no hablo del oficial, del sacro, ese cielo no es para todos. Hablo de este que nos cobija, que nos permite jugar a ser dioses, a ser demonios, que nos observa doblados de la risa mientras nos besamos, nos tocamos en secreto, en público, en humedad, en dulce pecado, en do mayor; mientras hilamos palabras como enredaderas que nos envuelven las piernas, el sexo, la boca.


V

Hay miel en la mirada de los condenados, hay condenados en la miel de tu mirada, hay miradas en la miel de tu condena, mujer.

R.D.

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