lunes, 11 de agosto de 2008

La luz que tiembla en tus ojos
se enciende en otros tiempos,
no en el verde presente que habitas,
sino en algún remoto atardecer,
en alguna noche quebrada por los años,
en alguna madrugada de melodías distantes.

Tu desnudez está poblada de voces, de ecos,
tu piel se estremece con el recuerdo de los dedos, de las lenguas furtivas,
tu rostro
parece inalterable
y sin embargo te agrietas,
te rajas desde lo hondo
como si una parvada de gritos anidara en tus entrañas,
como si todas las mujeres que han nacido y mueren en ti, en tus edades,
murmuraran una historia, tu historia.

Y realizas tu ofrenda verde,
incluso después de los naufragios, de las derrotas, del vacío, del amor,
del catastrófico amor,
ofrendas tu verde corazón frutal,
esa pera arterial que te nombra
y palpita en tu mano como a punto del desprendimiento,
y descubres, en medio de la entrega,
que el cero perfecto de la existencia es la desnudez,
la ausencia de mundo, el inicio,
que esa oquedad infinita dentro del símbolo
es el estado primordial, la gestación,
eres tú,
resurgida de la destrucción del amor,
eres tú,
regia y alada como deidad babilónica,
floreciendo silente en los escombros, en las ruinas de ti.

Yo aceptaría tu ofrenda, amor,
clavaría los dientes en la carne jugosa de tu corazón,
aceptaría el gozo de hacer crujir la pera de tu cuerpo
si no supiera que eres ya tiempo y silencio,
si no supiera que eres ya pasado.

R.D.

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