miércoles, 2 de julio de 2008

...

I

Surcamos la noche hasta el último piso de un hotel frente al mar.
Nos alojamos en la cálida gruta de los cuerpos,
ahí, donde se reconocen los ciegos y los delirantes.

Abrí la llave del agua para hacer de la tina un océano minúsculo, íntimo,
un espacio líquido para nuestros naufragios,
mientras tanto, tú,
esperabas con estremecimientos de serpiente sobre la cama.

El agua corrió al unísono de mis labios sobre tu desnudez revivida,
mis manos se deslizaron por tus muslos, por tus recuerdos,
como peces insumisos.

Tu cuerpo era un abismo, un océano silente de oleajes nocturnos
y yo me abismé en su ir y venir,
en su marea irredenta,
resaca de espumas esenciales.

Y de golpe, la inundación.

Los muebles flotaron a la deriva por todas las coordenadas del cuarto,
la televisión devino en luminoso arrecife de coral,
nuestras ropas, medusas eléctricas, danzaron libres a nuestro alrededor.

Alguien me contó después de la cascada que se precipitó desde nuestra terraza, sobre las palmeras.


II

En recepción dijimos que la inundación había sido un descuido.
Tú y yo sabíamos que no era cierto.
La inundación vino de otro lado:
de tus ojos manglares,
de tus corrientes salinas,
de tu vientre litoral,
de tu voz llena de algas y de peces;
fuiste tú, desbordada sobre mi asombro,
incontenible, impetuosa
sobre mi erección,
los mares que agitabas con cada grito, las tempestades de tu cuerpo.

R.D.

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