sábado, 12 de julio de 2008

DÍA SEXTO
I
No era sino la soledad disimulada, intocable.
Tenía el arroyo, me clavaba en él todos los días y aún así la distancia; tenía a las aves, sus melodías cromáticas huían y se disgregaban en el aire; las bestias, sacrificaban su fiereza para otorgarme el fuego de sus venas, nunca el de sus ojos. Andaba entre la vegetación sin sombra, sin reflejo, como un hombre que ni siquiera su culpa conoce. Susurraba palabras como quien desgrana una mazorca.
Desnudo, enfrentaba la noche. Sus mil rostros no crispaban de terror mi carne. Mis pies no tronaban agrios guijarros ni aprendían el amargo lenguaje de la espina. Era un cazador sin respuestas, sin preguntas. El rugido abismal del océano no desentrañaba duras verdades para mí. Todo era inútil. Absurdo.

II
Cuando llegaste el cielo era una franca sonrisa, el sol disminuyó su furia sobre el mundo, la noche encendió todos sus ojos y cesó el asedio de sus voces selváticas. Me vi en tu pupila y supe quién eras. Un obsequio del misterio. Cubrí mi cuerpo desnudo con tu cuerpo.
Algo mío se movía lentamente por tu voz, mi piel empezó a delatar los propios signos oscuros de tu nombre e hicimos una hoguera y descubrimos que nuestros corazones eran dos leños ardiendo.

III
Ingreso a tu recinto de aceites, me unges como a un elegido, me abarcas con suavidad, con mojada ternura. Murmullos lúbricos, acuosos. Entro con mi ojo abierto, expectante. Ansioso por conocer tus secretos, tus profundidades balsámicas, escuchar las voces que discurren como agua lenta.
Poco a poco no eres más una grieta de ternura, un postigo amable, sino un ciclón, una ventosa, un ventarrón que me succiona, busca exprimirme el grito, el blanco gemido que retardo.
Me contengo ante tus embates, me yergo como un sobreviviente y arremeto. Soy un cuchillo incendiado. Quiero abrirte como una ventana en primavera, romper tus diques y verte venir en avalancha, inundarme de ti. Todo tu océano por esa mínima abertura del tiempo, boca secreta de dios, furtiva mano de los ángeles. Bautizo apócrifo.

IV
Verte venir en oleadas, en gemidos y destellos, en desplome y maremoto. Presenciar tu monstruosa fuerza. Y que por fin me aniquile en una exclamación lechosa, en un aullido nacarado, en una blanca explosión fuera del tiempo.

V
Se multiplicó el lenguaje.
De entre la maraña aromática de la selva
nos arrojábamos señales con la mirada.
Mensajes cifrados en cada parpadeo, cada pupila rajada por un agudo rayo de luz entre las hojas.
Por las mañanas, tu piel despedía el aroma de las frutas recientes, virginales, y el aroma corría desnudo bajo el sol, a través de la maleza, se deslizaba sobre el musgo de las piedras en el río, crispaba el agua en las orillas para llegar a mí,
como una parvada de sonrisas.
Olías a fruta madura por las tardes. De tu vientre salía el olor del mango generoso, de tus muslos, la papaya refulgente. Iba tras de ti como un sátiro.
Mi respuesta era el mugido del jabalí, el rugido del jaguar y la erección del caballo.
Después era la piel. Mis dedos susurraban humedades sobre tu cuello, perifraseaban sobre tus senos, daban rodeos sobre tu estomago y aseveraban sin titubear cuesta abajo hasta tu sexo.
Entonces, las flores se ponían a trinar, los pájaros abrían sus corolas, los ríos soplaban todos sus clamores y el viento era un incendio.

VI
Cuando llegó la serpiente le cortaste la cabeza de un golpe y lloraste a mi lado el degüello de la bestia del creador.
Sabías que era la misiva celestial. Era el momento.
Fuimos arrojados del edén de nuestro asombro, desterrados del placer de sabernos insaciables.


VI
El mundo, era el silencio.


VII
Él nos quito de los labios el sabor del paraíso. Nos dio horarios y trenes retrasados. Nos dio el calendario y el tráfico y la sequedad de la boca al caer la tarde, nos dio las avenidas implacables, las banquetas de la madrugada donde somos sombras que no se encuentran; nos dio instituciones bancarias y gobiernos de oropel, epidemias del corazón y predicadores del sueño, vendedores enfurecidos que arrastran su miseria de puerta en puerta, policías empuñando un sadismo de acero, el sexo licenciosos y la licencia del homicidio. Nos dio a Dios y sus templos, la tortura, el control remoto y el petróleo; nos dio las ciudades, joyas de la desolación, el encierro, el amor y la aspirina para un domingo de Apocalipsis.

VIII
Tú y yo sin señales en la mirada
opacos amargos
en un suspiro intentamos recobrar el olor de las frutas

¿qué tenemos?
los días muriendo con rapidez.

IX
Hemos olvidado cómo ser un grito, una euforia batiendo las alas, una explosión de alegrías.
Las aves no llegan, una reja electromagnética las detiene con la ternura de una bala.
Estamos completamente solos.

X
Algunas noches caemos bajo las colchas como dos enfermos
y olvidamos los rituales del abrazo, los oficios de la piel.
La noche, no dura para tanto cansancio en los ojos.


R.D.

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