sábado, 5 de julio de 2008

La necesidad de contar acompaña al hombre desde el inicio. La urgencia de decir el mundo a su alrededor y de integrarse a él por medio de la narración, del relato, es una de la características universales del ser humano. Desde las pinturas rupestres de Altamira (que algunos consideran la primer muestra de que el movimiento puede ser representado de forma gráfica), pasando por los poemas Homéricos, los grandes relatos fundacionales como lo son el Antiguo y el Nuevo testamento, la enorme tradición oral de los pueblos prehispánicos, hasta la historia, la literatura, los escenarios teatrales y por fin las salas de cine; el hombre, se ha construido de relatos.

Esta actividad de contarse a sí mismo resulta de vital importancia para el desarrollo de la humanidad. Pareciera que es por este medio que el hombre se construye, se edifica hasta parecerse un poco más a aquel que quiere ser. Así mismo, fundamenta, cimienta las edificaciones futuras.

Los relatos de la humanidad han servido para darle curso a la historia de los pueblos, para darles rostro a los integrantes de un grupo y bosquejar las propuestas de ser humano que se van planteando en el devenir cultural. El hombre esta constituido por historias, por relatos. Es el único animal que utiliza la ficción para desentrañar verdades sustanciales sobre sí mismo. Es decir, se miente con el propósito, no tan claro, de saber un poco más sobre lo que es, sobre lo que quisiera ser y lo que, tal ves, nuca será.

Esto implica la incuestionable importancia del lenguaje, o los lenguajes de los que se vale el ser humano para construir estos territorios de la imaginación (entendiendo ésta como una forma especial del compromiso del pensamiento frente a la realidad); para plantearse las interrogantes que le ayuden (piensa, desea) a estar más cerca del otro que también es él o ella. “…vivimos colegados del lenguaje”, dice el poeta chileno Gonzalo Rojas (2000), y pone al hombre en un estado constante de indefensión, al borde de una caída inminente, donde la única posibilidad de salvarse que tiene es, precisamente, el lenguaje. Por otro lado, el pensador mexicano Octavio Paz (1956) asegura que “La historia del hombre podría reducirse a la de las relaciones entre las palabras (lenguaje) y el pensamiento.”

Pero este lenguaje, el de nuestros relatos, no debe considerarse como cualquier lenguaje que nos ayude a trastocar la realidad de manera superficial, sin elaborar las cuestiones que hagan cimbrar nuestra existencia. Hablamos, pues, del lenguaje propio, de las historias que nos conforman y nos deforman, las que contienen nuestros rostros, nuestros silencios y crímenes; nuestros hallazgos e iluminaciones. El lenguaje que habitamos, el que corre por nuestras venas como un torrente sanguíneo de voces e imágenes; el de nuestros abuelos y nuestros hijos. El de nuestro rostro reflejado en los espejos de la noche.

En este ámbito, el cine tiene un papel primordial. También lo tienen otras expresiones culturales, la literatura, por supuesto, la música, la pintura, la danza, etc. Sin embargo, el lenguaje cinematográfico, lo que Bettetini (1968) llamó los signos fílmicos, ha logrado contener en sí una multiplicidad de lenguajes, por no decir todos.

Esta época llamada posmoderna está caracterizada, según algunos especialistas (Lyotard. 1984), por la deslegitimación de los grandes relatos. Todo aquello en lo que creía el ser humano en la modernidad, ha perdido legitimidad: las grandes figuras hegemónicas como la iglesia, la clase política, la autoridad en general, han sufrido, en la mayoría de los casos de forma muy justificada, esa deslegitimación frente a la humanidad, frente a sí misma. Entonces, cabe la posibilidad de pensar que una de las pocas alternativas que tenemos para legitimarnos, como parte de esa humanidad quebrada, es a través de los relatos que nos contienen. De las pequeñas historias que hablan de nosotros, que utilizan nuestros nombres y nuestra voz para decirnos, para contarnos, para construirnos como seres históricos, sociales, culturales y al mismo tiempo, individuales. Narraciones que nos permitan interactuar con el otro, con lo diferente.
El cine, pues, el lenguaje de lenguajes, es una de la vías más adecuadas para lograr esto. Repito, otras expresiones, artísticas y populares, tienen la misma capacidad de hacernos traspasar esas fronteras de lo impersonal y trasladarnos a la alteridad. Sin embargo, el cine tiene muchas ventajas frente a otras expresiones, por ejemplo, la inmediatez (aumentada gracias a su íntima relación con la televisión), la colectivización, la accesibilidad, entre otras. Es decir que en el lapso de dos horas en promedio, se nos otorga (como espectadores) la gracia de ubicarnos en el espacio del otro, en el territorio, en los lenguajes, en las problemáticas del otro; y se nos da la oportunidad de comprendernos en nuestras relaciones con los demás y con el propio pensamiento.
R. D.

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